Intentando hacer que mi gris se vuelva puntitos de colores

Desde que abrí este blog he recibido muchísimos comentarios positivos.

De amigos, de familiares, de conocidos, de desconocidos.

 

Y al principio lo sentía extraño porque en realidad yo siempre he escrito para mí. Escribo para que mis pensamientos no me agobien, escribo para que la tristeza no me ahogue.

Una de las cosas que más me decían era que me admiraban y yo no entiendo por qué. Amigos, estoy igual de jodida que ustedes.

Tal vez la única diferencia es que yo toqué fondo, lo admití y busqué ayuda profesional. No quiero que ustedes tengan que tocar fondo.

 

La gente no entiende, mis compañeros piensan que no me importa la escuela, que sólo quiero irme de fiesta, que no me interesa mi futuro. No saben que salgo y tomo tanto para silenciar mi mente.

Llegué a un punto de mi vida en el que ya no sabía cómo más hacerlo, cómo sentir algo. Tenía relaciones sexuales frecuentemente, me emborrachaba, fumaba marihuana y todo me generaba un gran placer, momentáneo.

Pensar todos los días, desde los diecisiete años, que me quiero morir. Mi vida es inservible. Mi vida no tiene ningún sentido y soy tan irrelevante viva como si estuviera muerta.

 

Le escribí cartas a toda mi familia. Escribí mi carta final, el primer poema que escribí en mi vida. Me acosté en el sillón decidida a tomar todas las pastillas que encontré (pensando en retrospectiva probablemente ni siquiera iba a funcionar). Un amigo le llamó a mi mamá, comencé a ir con una psiquiatra.

 

A los pocos meses dejé el tratamiento (por mis ovarios) porque ya me sentía mejor. Estuve bien como por medio año pero poco a poco la tristeza fue volviendo.

Sonará repetitivo, pero la depresión en serio es como una semilla. Una vez que se inserta va creciendo hasta cubrirte toda.

 

Ahora, a mis diecinueve/veinte/veintiuno la evitaba de una forma distinta, porque mi mayor temor siempre fue, es y será recaer en la depresión.

 

Comencé a ir a antros. Bares. Fiestas.

No encontraba fuerzas para ir a la universidad por más que me guste mi carrera.

Y la gente habla.

La gente juzga.

La gente critica.

La gente no es empática.

La gente no puede ver más allá de sus experiencias y se creen con la superioridad moral para decirte su opinión, decirte que no te importa la escuela. No para preguntarte si estás teniendo algún problema que no te está permitiendo avanzar.

Porque tuve compañeros que me lo dijeron.

Tuve maestros que me lo dijeron.

Pocos fueron los que me preguntaron qué me estaba pasando.

 

Pasaba que llevaba cuatro años de mi vida sin realmente querer vivir. Y lo peor es no saber el motivo.

 

Empecé una relación con un niño que tampoco estaba bien emocionalmente, lo cual terminó por desgastarme aun más y cuando cortamos sentí que me había quedado sin fuerzas hasta para respirar. No porque estuviera tan enamorada y pensara que él era el hombre de mi vida, sino porque yo no estaba bien, él no estaba bien y yo me esforzaba para que algo que lógicamente no podía estar bien, pasara.

 

Me sentí tan vacía que le admití a mi mamá que llevaba tiempo sintiéndome mal.

En seguida contactó a otro psiquiatra y ahora llevo tres meses yendo con él. Tomo cinco pastillas al día. En general estoy bien, pero me pesa mucho saberme adicta a mis antidepresivos, con dos días que no los tome ya no puedo levantarme y los días malos son verdaderamente malos.

Fui a una reunión en Telchac y, ebria, terminé llorando en los brazos de alguien que acababa de conocer.

Varios días los dormí enteros.

A veces no puedo comer nada.

El primer día de clases no pude salir de mi cuarto, mi abuelita me tuvo que ir a ver.

 

Veo todo este proceso como caminar dentro de un túnel lleno de telarañas.

 

Yo ya lo crucé pero se me quedaron las telarañas pegadas y son las que me estoy intentando desprender.

 

Algunos de ustedes estarán a la mitad del túnel.

 

Algunos de ustedes no se han atrevido a dejar la entrada.

Vieja carta para mi abuelito ausente

30/10/14

Abuelito:

Ya han pasado más de diez días desde que te fuiste.

Aún me parece muy surreal tu partida, cuando voy a tu casa pienso que te veré sentado en la mecedora frente al televisor, pero ya no estás.

Me consuela saber que ya estás descansando, lo necesitabas. Eso ya no era vida.

Te escribo esta carta para decirte todo lo que no te dije cuando estabas aquí, y para disculparme por el mismo motivo. Lamento no haberte dicho en vida cuánto te quería.

Recuerdo mucho que en el verano en el que Balbino y yo trabajamos en la oficina de papá, cuando tú aun trabajabas ahí, te acompañé a una tienda para recoger unas cosas, ya que mi aun mantenida inutilidad no me permitía hacer nada más. No sé por qué tengo aquel vívido recuerdo en mi mente.

Recuerdo estar sentada junto a ti en esa carcacha que manejabas, que te bajaste y que me quedé esperando a que regresaras en el asiento de copiloto. Fue algo tan simple, tan mundano, pero recordarlo me llena de alegría, no sé si fue porque a esa edad no me dejaban sentarme adelante y tú sí me dejaste; lo único que sé es que estar contigo me hacía muy feliz.

No recuerdo muchas escenas en las que interactuamos, pero sí muchos momentos en los que yo te veía a lo lejos.

Suelo pensar que cada momento con una persona querida es un recuerdo y que cada recuerdo es una sonrisa. Pero ahora cada recuerdo es una lágrima. Una lágrima llena de cariño y remordimiento.

Te veo en la playa, en casa de tía Vilma, sentado frente al mar leyendo «El conde de Montecristo». Te veo en el comedor de mi casa, cuando comías y sólo escuchabas las conversaciones, nunca opinabas. También te veo en el hospital, postrado en la cama mientras respondías, haciendo un gran esfuerzo, «yo también te quiero».

Fue la única vez en la que conscientemente te lo dije. Lo siento, abuelito, perdón por no decirlo a menudo; pero yo sé que ya lo sabías, así como yo sabía que tú me querías.

Era como un acuerdo implícito, nunca hablado, que teníamos entre los dos.

Fuiste mi único abuelo.

Te ama y te extraña,

tu nieta Ani.

Entiende que no quiero hablar contigo

Escribo esto con ninguna intención de ofenderte.

Justamente por eso lo escribo, es lo que no quiero hacer.

No te quiero ofender y no quiero hablar contigo, ¿cómo hago que lo entiendas amablemente?

Todas las veces que me has invitado a salir te he dicho que no, por favor, ya no me insistas. Me caes bien pero no me atraes, no te puedo ver de esa forma.

Ese es el motivo por el que no salgo contigo, sé que me ves distinto y si aceptara tu invitación te estaría dando ilusiones que no planeo corresponder.

Pero ya no sé cómo pedírtelo sin decirlo.

Siempre te digo que gracias pero no.

Luego me mandas muchos mensajes y si te respondo, es una plática que nunca va a acabar.

Si te dejo en visto en Instagram no significa que quiero que me hables por WhatsApp o por Facebook o por Twitter.

Porque te respeto no he sido grosera contigo pero tú no me estás respetando, acepta el no y si de verdad quisieras ser mi amigo, trátame exclusivamente como eso, y te corresponderé.

Aprende que no porque seas atento significa que estás haciendo las cosas bien. Llega un punto en el que parece acoso y es muy incómodo.

Ya no seas esa persona, no es chido.

Y no lo digo sólo por mí, sino por cualquier persona.

Siempre pensé que odiarme era normal

Yo soy la segunda hija de los cuatro hijos que tienen mis papás.

Yo soy la única que no fue planeada.

Yo soy la única que no se parece a los demás.

Yo era la única niña alta y gorda con hermanos delgados y bajos, toda la infancia me sentí un troll.

Pero hasta la primaria ese era un tema que no me afectaba tanto, el problema empezó en la secundaria, con el cambio de escuela y el cambio de cuerpo.

 

Recuerdo que cuando entré al Piaget, algunos niños de la generación de arriba (la de mi hermano), siempre me molestaban. Me escribían cosas por Facebook que no logré volver a leer hasta que entré a la universidad.

Yo era una niña frágil, sigo siendo una mujer frágil, pero a los doce años yo tenía muchas esperanzas que para los trece desaparecieron por completo.

¿Cómo una niña de trece años se puede sentir tan sola?

En toda la secundaria sólo me invitaron a una fiesta de cumpleaños.

Cuando terminaban los exámenes yo les suplicaba a los maestros que me dejaran quedarme en el salón, les prometía que no iba a hacer ruido. Algunos me dejaban, pero cuando otros me hacían salir me entraba una ansiedad indescriptible. Las tres canchas de básquetbol llenas de personas con las que no podía hablar.

No culpo a los demás, también yo era difícil de tratar porque me odiaba y sentía que las personas también lo hacían.

Al final de tercero de secundaria comencé a hacer amigos, ya no estaba sola pero todavía no estaba cómoda conmigo.

Empecé a hacer dieta que terminó mutando en dejar de comer.

No me podía acabar ni media sopa de verduras, comía cada día y medio o cada dos días. Comencé dejando de cenar, luego cada vez que llegaba de la escuela subía a dormir para no tener que almorzar y los desayunos mágicamente desaparecían.

Tuve a mi primer novio y como por un año le llamaba en las noches llorando porque no me gustaba quién era yo.  No podía mirarme al espejo. No podía tomarme fotos. No podía usar ropa ajustada. No podían verme en público.

Incluso intenté provocarme el vómito varias veces pero como no lo lograba, la salida fácil siempre fue no comer. Y es algo que seis años después aún me persigue.

Aún siento el remordimiento después de comer o por algunas semanas como sólo una vez al día. Esta sensación no se va pero cada vez logro ignorarla más.

En primero de prepa me desmayé por no comer.

El primer año de la universidad no pude donar sangre porque me dijeron que tenía anemia.

 

También me pasó al revés.

En segundo de prepa comía todo el tiempo, subí tanto de peso que los de la generación de mi hermano empezaron a preguntar si estaba embarazada (qué agradable generación).

Apagaba mis pensamientos con comida. El estrés, la tristeza, la ansiedad. Todo mejoraba al comer.

Pero al aumentar muchos kilos mi autoestima bajó muchísimos escalones. Me sentía de nuevo como la niña de trece años que sus únicos amigos eran sus libros.

 

Otra vez dejé de comer.

Se juntó con mi depresión en tercero de prepa, vaya combo. Ahora que veo mis fotos a los diecisiete años me sorprende lo infeliz y desgastada que me veía.

Todo empezó porque yo no me quería.

 

Al entrar a la facultad de matemáticas empecé a notar que no era tan fea como me sentía, yo siempre me vi como la niña más fea del Piaget. Y también así me hacían sentir.

Mi autoestima fue mejorando y comencé a volverme más segura de mí misma, de ser una persona introvertida me volví una muy extrovertida en cuestión de meses.

Luego vino el cambio de carrera, en la facultad de ingeniería me sentía invencible. Poco me duró porque a los tres meses volvió mi depresión, ya somos tan cercanas que he considerado ponerle nombre. Pero esta vez tardé en notarlo, más bien, en admitirlo. Mi mayor miedo se presentaba frente a mi espejo y no quería verlo. No quería estar mal otra vez.

Empecé una relación que terminó por desgastarme emocionalmente y todo lo curaba con comida. Con su exceso y luego con su falta. Subí más de diez kilos en menos de tres meses. Mi autoestima bajó otro tanto.

Si no me puedo querer, no puedo ser feliz.

Al fin me gustaba lo que estaba estudiando pero no podía seguir.

Lloraba sin razón, tomaba mucho y sufría aún más.

Se terminó la relación, toqué fondo y me admití que ya no estaba bien, tal vez nunca lo estuve. De nuevo busqué ayuda.

Empecé mi terapia y a tomar antidepresivos.

 

Todavía no estoy bien, pero ocho años después entendí que no es normal odiarme. Soy lo único que realmente tengo. Hay muchas cosas de mí y de mi cuerpo que no me gustan, empezando por mi nariz y mi peso, pero son míos. Si yo me acepto como soy, me puedo querer, puedo llegar a ser feliz.

Primero me veía fijamente al espejo por minutos, me observaba toda. No me gusta mi nariz, pero me gustan mis ojos. No me gusta mi barbilla, pero me gustan mis labios. No me gusta mi panza, pero me gustan mis senos.

Me fotografiaba y me observaba. No me gusta mi nariz porque no es respingada, pero eso no significa que sea fea. No me gusta mi barbilla porque está partida, pero eso no significa que se vea mal. No me gusta mi panza, pero sé que es el resultado de mis desórdenes alimenticios y si quiero tener un cuerpo sano, tengo que tener una mente sana.

 

Me tenía que querer, me esforcé por aceptarme y ahora me quiero tal y como soy.

Sé que pronto ya voy a ser plenamente feliz.